En Comala comprendí
Que al lugar donde has sido feliz
No debieras tratar de volver
Joaquín Sabina, “Peces de ciudad”
Como en una acuarela, silueteada contra una pared oscurecida por la tarde y algunas jacarandas, aparece esta muchachita. Es blanca, sus ojos verdes, casi grises. Su nariz es un bote ligero redondeado modestamente. Sobre las cejas negras una cabellera salvaje de tonos pardos. Es bonita. Viene últimamente a poblarme de manera curiosa los ojos y la memoria.
Le daba miedo besar, le sudaba la mano izquierda caminando conmigo. Lo intentamos por lo menos un mes sin conseguir que su rostro se quedara quieto cuando mi ansiedad adolescente buscaba su boca, alargada delicadamente como la arena en la playa. Era incapaz. Hasta que pudo… y decidió por los dos seguir besándome un par de meses, todas las tardes y las noches que nos dejaban en libertad las clases, su hermano mayor (silencioso) y sobre todo mi entusiasmo por todo lo que hubiera a nuestro alrededor.
No he logrado encontrar en mi memoria si aprendió a besar o si superó algún rechazo a la saliva o a la lengua que le dijeron por carta, de un salón al otro, que la quería. Me queda una sensación voluptuosa de sus besos, un erotismo sin mancha que nos hacía abrazarnos contra cualquier muro, automóvil, algún pino añoso…
Lo que más recuerdo, y puedo sentir en toda su intensidad, es un abrazo en el que me tomó por detrás, dejando correr sus brazos suavemente por mi cintura y recargando confiada su barbilla sobre esa región de mi espalda donde a veces creí que debimos tener las alas todos los jovencitos en todas las eras. Ahí, sabiendo que depositaba por segundos los labios sobre mi hombro… ahí, querido y protegido por su rostro reclinado sobre mí.
No bailamos ni fuimos a muchos lugares juntos. La visité en su casa de Aragón algunas veces, comí con su familia (un padre fatigado, una madre que fumaba sufriendo cada hora… una cadenita de niños con los ojos como ella). Pero puedo verla mientras arrastrábamos los pies en la cola para que tomara ese camión que de la Moctezuma la llevaría en algo más de tres cuartos de hora al hogar. Puedo sentir su barbilla reposando en un suspiro luego de besarnos ya sin vergüenza.
Por qué rompí todo eso es al mismo tiempo un misterio y una claridad. Por tonto. Porque me estaba comenzando a agitar demasiado para que la escuelita donde nos reunía la vida a miles de muchachitos fuera un escenario vital suficiente.
Unos años más tarde, viviendo lejos de la Jardín Balbuena donde me había criado, fui convocado por una parte de la banda. Las chicas del “G” (que estudiaban lo básico para ser secretarias y odibaban la taquigrafía), los muchachitos del “H”, que nunca realmente prestamos atención a la electrónica básica o a los fundamentos del álgebra… la vi por última vez ahí, dolorosamente hermosa, igualmente tímida.
En mitad de la fiesta nos dejaron solos charlando en unas escaleras de cemento, le di mi chamarra y charlamos bajo la fresca noche de todo y nada, de ella y de lo que se avecinaba en mi vida. Estaba casi a punto de ser padre adolescente. Y quizá por eso (aunque dudo de mí mismo) la traté con un respeto cordial… defraudando a esa pandilla amistosa que espiaba emocionada desde varias ventanas.
A estas alturas de la vida sigo atado a esa sensación que me dio reposando sobre mi espalda, o sobre mi hombro. Esa delgada chica de la acuarela, feroz jugadora de básquet y veloz atleta juvenil, se sentía en casa abrazándome, creando ese minúsculo rincón donde nos daba paz a los dos. No la busco, no la buscaré aunque pueda encontrarla. Ni siquiera sé si podría darle algo tan elemental y hermoso como lo que me regalaba cuando teníamos 15… la dejaré existir y escucharé su voz, agradecido.
para la Octavia, que aprende que amar es un verbo sin tiempo…